Descubrir qué hay atrás de las elevadas cifras de muertes en
Honduras, el país más violento del mundo, es como pelar una cebolla. Ahí, la
tasa de violencia mortal es ocho veces mayor que el promedio mundial, cuatro
veces más alto que el latinoamericano y más que el doble que la guatemalteca.
Hace falta levantar varias capas para comenzar a divisar por qué este país está
acorralado por violencia, corrupción e impunidad y por qué las víctimas, sus
victimarios, y los asustados espectadores, parecen vivir en países distintos.
La mayoría de la gente contará cómo convive con la violencia, siempre que quien
lo escuche no sea periodista, o que reciba la garantía del anonimato. (Primera
parte)
Fotografía: Agencia EFE
POSTAL I: Un viaje en
autobús
En una madrugada de marzo, en Ciudad de Guatemala, la fila
de pasajeros avanza lentamente hacia el autobús. Un guardia de seguridad revisa
sus pertenencias, hurga hasta donde puede, y les pasa por encima un detector de
metales. De pronto, cada viajero da medio paso hacia atrás, sorprendido por el
flash de una cámara. El guardia de seguridad también fotografía a cada
pasajero. Así la empresa tiene un registro de todos. Esta vez, son un
variopinto de hondureños que regresan a casa, turistas estadounidenses
mochileros y algunos guatemaltecos que viajan por trabajo.
El autobús hará escala en Copán Ruinas y San Pedro Sula,
antes de llegar a Tegucigalpa. Un picop con dos guardias de seguridad armados
lo seguirá hasta Copán. Luego, escoltará a otro autobús desde ahí hasta la
capital guatemalteca. En la frontera El Florido, difícilmente se percibe la
diferencia entre un país y otro entre furgones estacionados en doble fila que,
flanqueados por verdes colinas, ocultan el rótulo “Bienvenido a Honduras”. Un
cambista con 20 años en el negocio dice que el cruce fronterizo es seguro
porque está cercado. “Por Corintia (en el noroccidente hondureño) sí está mal”,
dice, frunciendo el ceño surcado de arrugas, apretando los ojos. “Las maras”,
suelta, casi deletreando cada sílaba, como recordando lo que son capaces de hacer.
Una patrulla de la Policía Nacional Civil permanece
estacionada frente a la oficina de migración del lado guatemalteco. Un policía
habla por celular. El otro lee su libreta de apuntes. La fachada de Migración
de Honduras está desierta. Pero en un banco adjunto, hay dos guardias de
seguridad privada. Cada uno sujeta con firmeza una escopeta, y sólo uno viste
chaleco antibalas, como la mayoría de guardias privados en casi todos los
bancos de Honduras.
Un policía privado que escolta el autobús espera con radio
en mano a que suban los pasajeros después del chequeo migratorio. Asegura que
los asaltos en carretera rara vez ocurren, que le ha ocurrido a otras empresas
sin escolta armada, su competencia. “Pero sólo del lado de Guatemala”, dice.
“Del lado de Honduras, nada”.
Entre los pasajeros viaja un joven hondureño de 24 años,
administrador de un estudio de karate en Comayagua, en las afueras de
Tegucigalpa (donde en febrero se incendió una cárcel y dejó a 361 reos
muertos). Lee la sección deportiva de un diario hondureño, la nota roja de las
primeras páginas la pasó de largo. Según él, Honduras está igual que siempre
(mal), aunque desde enero de 2010 haya comenzado la gestión del presidente
Porfirio Lobo. En ese lapso, el país alcanzó la cifra más alta de muertes
violentas en el mundo (86 por cada 100 mil habitantes, una tasa ocho veces
mayor que el promedio mundial, y cuatro veces mayor que el latinoamericano).
“El problema aquí es que los políticos (en el gobierno) mucho se ayudan”, dice,
explicando que la corrupción desvía los recursos del Estado para prevenir la
violencia. La corrupción política puede ser quizás una punta de iceberg.
En las 14 horas del trayecto entre Guatemala y Tegucigalpa,
los demás pasajeros también parecen inmutables a pesar que viajan hacia el
corazón de la violencia en Centroamérica, o en el planeta Tierra. Muchos ya
viven ahí, y se creen habituados a sortearla con éxito, a sobrevivir reglas no
escritas que todos conocen.
POSTAL II: Capital con cicatrices
Hace tres años, los mensajes en grafiti estaban por todas
partes. Ahora, es necesario circular por varias calles y buscar –casi con ojo
de lince- la pintura desgastada que dibujó posiciones polarizadas. En una
calzada, que sirvió de punto de concentración tanto para los seguidores de
Zelaya como para quienes apoyaban su salida, todavía se leen mensajes como “Mel
ratero”, o “Fuera golpistas”. El recuerdo de los hechos que engendraron estos
pronunciamientos todavía está fresco.
Un ex jefe policial dice que era vox populi que un hijo de
Zelaya utilizaba el avión presidencial para asistir a conciertos en la
República Dominicana. Es una historia que también relata un ex líder
magisterial, según quien el dinero comenzó a fluir una vez ganada la elección,
incluso antes de iniciado el gobierno. “Antes de las elecciones de 2005, (Mel)
nos dijo que debíamos reunir 100 mil lempiras (unos Q43 mil) para una
concentración política”, dijo la fuente. “Al fin lo conseguimos (entre las bases),
aunque con muchas dificultades”. Ya como presidente electo, Zelaya ya no
necesitó pedirles ayuda para reunir los
1.2 millones de lempiras (medio millón de quetzales) que gastó en otra
concentración antes de tomar posesión.
Un ex dirigente sindical, que se reunía con Zelaya en su
casa en esa época, afirma que el ex presidente era y es víctima de una campaña
de desprestigio. Él todavía cree que lo sacaron del país porque intentó “tocar”
a los poderosos: los proveedores de combustible, grandes terratenientes (aunque
Zelaya era uno de ellos) y al empresariado. “Su gran pecado fue querer ayudar a
la gente más pobre de este país, que sobrevive con menos de un dólar (unos
Q7.78) al día”, afirmó el ex sindicalista, quien figuró entre los manifestantes
que salieron a las calles durante dos meses para protestar contra la salida de
Zelaya.
“Mel quería preguntarle a los hondureños si querían reformar
la Constitución, por medio de una consulta popular (que tendría que ser
depositada en una ‘cuarta urna’), para encausar cambios sociales a largo
plazo”, explica. Los detractores de Zelaya afirman que el ex mandatario quería
modificar la carta magna para reelegirse y continuar en el poder, y los
organismos Judicial y Legislativo intervinieron para detenerlo. Estos últimos
dos, apoyados o forzados por los poderes económico y militar. En medio del conflicto,
hubo quienes apoyaban la salida del ex presidente, pero se oponían a su
expulsión del país. Este debate aún prevalece, aunque ha habido un camino
recorrido para la reconciliación política, o como dicen analistas críticos, el
retorno a una democracia plural.
Pulso político
La polarización no se percibe a simple vista. La inscripción
a mediados de marzo pasado del nuevo partido político de Zelaya, Libertad y
Refundación (LIBRE), atizó las cenizas, aunque según encuestas de ese mes, el
Partido Nacional (PN) de derecha, y el Partido Liberal (PL), de izquierda,
todavía concentran las preferencias del electorado casi en un 70 por ciento,
entre los siete partidos inscritos para las elecciones primarias en noviembre
próximo.
Zelaya ganó las elecciones en 2005 con el PL. En las
elecciones de noviembre de 2009, el presidente Lobo fue electo por el PN. “En
la última elección se creyó que un gobierno fuerte nos iba a sacar adelante
mejor que un gobierno débil, que ellos podrían ser la solución, pero esa gente
se ha engañado”, dijo Ramón Custodio, jefe de la Comisión Nacional de Derechos
Humanos de Honduras (Conadeh), refiriéndose al gobierno de Lobo. “Por
casualidad se dio que el poder
legislativo (la mayoría de curules en el Congreso) también se le entregó al
partido gobernante, y estos han malentendido el mensaje”.
Ahora el grafiti político no es lo único desgastado. También
lo están las vallas que anunciaban al presidente Lobo y sus promesas de
seguridad y empleo como la solución para Honduras. Con un año y ocho meses por
gobernar, el mismo Lobo admite que está de manos atadas. “Yo les garantizo que
nadie está vacunado; nadie sabe cuándo la violencia va a tocar a su puerta”,
dijo a mediados de abril, en una actividad sobre la participación ciudadana en
la seguridad, que el Banco Mundial y la cooperación estadounidense auspiciaron.
Lobo parecía derrotado. Un minuto decía: “Hoy por la tarde iniciaré una cruzada
por la vida, por comunidades más seguras”. Luego advertía: “Prevenir no podemos
hacerlo un gobierno o dos gobiernos. La lucha empieza desde el hogar, la
familia, la escuela; los gobiernos somos transitorios, (pero) el pueblo sigue”.
Pero la población hondureña está golpeada. Durante la
gestión de Lobo, han muerto violentamente 19 personas en promedio, por día, en
un país con la mitad de habitantes que Guatemala. Estimaciones del Banco
Mundial indican que pocos hondureños no han padecido alguna forma de violencia.
Según Giusseppe Zampaglioni, representante de ese organismo, cada víctima de
los 7,104 homicidios ocurridos en Honduras en 2011 (2,024 sólo en el
departamento de Cortés) pertenecía a una familia de al menos cinco miembros. De
manera que al menos 35,500 hondureños sufrieron un impacto psicológico y
económico directo de esas muertes el año pasado. Entre las víctimas mortales,
el 47 por ciento tenía entre 15 y 29 años de edad. Otro 31 por ciento tenía
entre 30 y 44 años. Cerca del 20 por ciento eran mujeres.
Lobo fue el principal contendiente de Zelaya en 2005, cuando
su principal oferta era la seguridad. Ese año, hace siete años, la tasa de
muertes violentas era de 37 por cada 100 mil habitantes, pero subió a 66.8 en
2009, y alcanzó las 86 dos años después, con Lobo. Los zelayistas todavía lo
identifican como golpista porque fue electo en comicios organizados durante la
administración interina de Micheletti, sin observación internacional. En
realidad, pocas figuras o entidades públicas gozan de un perfil neutral –a eso
no escapa ni siquiera la Conadeh, a la que algunos periodistas restan
credibilidad porque funciona con fondos gubernamentales, aunque es una entidad
autónoma-.
Al menos un sector de la opinión pública destaca que
Custodio se oponía al golpe (aunque no era seguidor de Zelaya), y eso le valió
su identificación con el mandatario derrocado; otro sector lo considera
golpista. Custodio dice que este ha sido el precio de ser crítico con todos, en
parte, porque sostiene que los problemas de Honduras comenzaron mucho antes del
golpe y que Zelaya apareciera en escena.
La influencia militar en la policía
Algunos informes, como uno publicado por el centro académico
Woodrow Wilson en Washington en 2011, explican que el golpe contribuyó a
agudizar la crisis de seguridad. El documento indica que el país ya sufría
problemas de corrupción y crimen, pero que la focalización de las fuerzas de
seguridad en atender la crisis y la violencia política, y la reducción de ayuda
extranjera (resultado del embargo que castigaba el golpe), precipitaron al país
hacia el abismo.
Al comisionado Custodio esta perspectiva parece irritarle.
“Es una visión prejuiciada porque afuera se cree que Honduras nació el 28 de
junio de 2009 (el día del golpe) cuando los desórdenes existían desde antes”,
afirma el funcionario, quien dirige la Conadeh desde 2002, y cuyo mandato fue renovado
por unanimidad por el Congreso hondureño en 2008.
T., un periodista independiente que pide omitir su nombre,
explica que existen grupos de poder copando al Estado, y que los eventos de
2009 tuvieron un precedente de casi 30 años de transición democrática fracasada
y de impunidad. La dictadura militar terminó en 1980 sin que se hubiera
desarrollado una guerrilla como las de Nicaragua, El Salvador o Guatemala ni
procesos de paz o de demanda de democracia. En 1982, se dio una reforma
constitucional, pero el sistema democrático está tutelado. Los militares
seguían atrás del poder civil, encargados de áreas específicas como la
seguridad pública. “Los puestos claves en la policía estaban al mando de
militares”, afirma el periodista. En realidad, todavía están bajo control
militar en 2012. Los intentos por recuperar el Estado y la asistencia militar
de EE.UU. (que utilizó a Honduras como sede de los Contras, la guerrilla
contrarrevolucionaria, para derrotar al sandinismo en Nicaragua) eran inútiles
ante la red de corrupción e impunidad que existía. Para 1990, la debilidad
institucional era endémica, como baja era la presencia del Estado en diversas
zonas del país.
En la cintura de los años 90, las fuerzas de seguridad y las
armadas ya no tenían el monopolio en la venta y el manejo de armas. Las maras y
el crimen organizado movían armas que provenían del arsenal remanente de los
conflictos armados en Centroamérica, particularmente de los grupos
desmovilizados en Nicaragua. “En esa época, un AK-47 (fusil de asalto, de
fabricación rusa) se vendía hasta por US$20 dólares”, recuerda T. “Era común
que todos los días se encontraran casquillos para este tipo de arma en escenas
de crimen”.
Entre 1993 y 1994, se estableció la Conadeh. Además, en 1993
desapareció la Dirección Nacional de Investigación de la Policía, por abusos
que los investigadores cometieron. En 1994 comenzó a funcionar el Ministerio
Público (MP) y una nueva policía de investigación, que fue exclusiva del MP, la
Dirección General de Investigación Criminal (DGIC). Reformas constitucionales,
y la Ley Orgánica de la Policía, luego separaron a la policía de las fuerzas
armadas recién en 1996.
En 1998, la entrada en vigencia de Ley Orgánica de la
Policía Nacional conlleva a que la investigación ya no sea competencia del MP
sino de la Secretaría de Estado en el Despacho de Seguridad. Esta creó una
Dirección General, de la que dependen la Dirección Nacional de la Policía
Preventiva, la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC), la de
Tránsito, entre otras divisiones.
No obstante, para finales de los años 90, la policía “No era
un brazo (del crimen organizado), sino un cartel muy poderoso”, revela el
periodista. “Los oficiales tenían cuotas que llenaban con el producto de
actividades ilegales, principalmente extorsiones, secuestros y sicariato en las
zonas de narcotráfico”. Además, la policía todavía dependía de los militares.
El Faro realizó un reportaje a profundidad sobre la policía en el país más
violento del mundo.
“Todavía había afinidades ideológicas porque varios
oficiales militares de alto rango tenían jerarquía en la policía, y la
mentalidad es de combate, de guerra contra el enemigo”, afirma T. “La policía
reprime, y eso se vio claro en el golpe (de Estado)”. El ex dirigente sindical
asegura que al menos 150 personas fueron asesinadas mientras duraron los
disturbios, y que la violencia política no venía de los zelayistas, sino del
“gobierno de facto” de Micheletti. Estas muertes no se esclarecieron. La
Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que investigó los hechos que
precedieron y siguieron al golpe, planteó en su informe final que constató y
recibió testimonio “del uso desproporcionado de la fuerza de parte de las
instituciones militares y policiales durante
el golpe de Estado y el gobierno de facto; lo que tuvo como resultado
las violaciones a los derechos humanos expresadas en muertes violentas,
privación de libertad, tortura, violaciones sexuales y persecución política”.
Circulo vicioso: corrupción-impunidad
Pese a los múltiples cambios (sin depuraciones), la policía
seguía devorada por la corrupción, influida por los militares. Incluso, puestos
claves en la policía eran ocupados por coroneles.
“Las investigaciones no tenían sustento, y el sistema de
justicia procesaba casos en los cuales el 90 por ciento de los fallos se
emitían a favor del acusado”, afirma el periodista. “Esto magnificó la
tendencia de impunidad (de los años anteriores), y la ciudadanía supo que no
podía contar con la policía”. Como resultado, las investigaciones eran débiles
en evidencia científica y testimonial. Había desconfianza en el programa de
protección al testigo. Simplemente no había testigos de los hechos criminales,
así 20 personas lo hubieran presenciado, según T. Una de las razones es que, en
varios casos, entre los victimarios figuraban policías.
Custodio denunció que hay dos casos de desapariciones
forzadas reportadas a Organización de las Naciones Unidas, y casos de ejecución
extrajudicial comprobados, realizados por la policía. “Eso es grave. La
impunidad propicia la continuidad del abuso, y comienza si tiene un sistema de
justicia que no investiga adecuadamente los delitos”, denunció el comisionado,
quien no condena el sistema completo, pero reconoce que no funciona como
debería. “No podemos seguir con que los policías dicen que son los jueces y los
fiscales, y viceversa; eso es un juego de ping pong en el que no debemos caer”.
Para 2006, ya se estimaba que del total de denuncias
presentadas, el 78 por ciento es investigado y sólo el 2 por ciento termina en
condena. Un estudio del Banco Mundial de 2011, apunta a que la falta de
denuncia –por desconfianza en el sistema- contribuye a estos porcentajes.
Un caso paradigmático –aún impune- es la ejecución
extrajudicial el 22 de octubre de 2011 de Raúl Vargas Castellanos, de 22 años,
hijo de Julieta Castellanos, rectora de la Universidad Nacional Autónoma de
Honduras y estandarte de la oposición al Golpe. Reportes de prensa indican que
Vargas fue herido mortalmente en un puesto de control policial. La policía le
disparó y la víctima se estrelló en su vehículo unos metros más adelante. Lo
acompañaba su amigo Carlos Pineda Rodríguez, de 24, quien sobrevivió la
colisión pero a quien ejecutaron. Los policías abandonaron los cadáveres en una
carretera a varios kilómetros del lugar.
La investigación del caso, ante fuertes presiones de
Castellanos, permitió la identificación de un subinspector y tres agentes como
los autores del crimen. Se halló sangre en tres patrullas, y ADN de Vargas en
uno de ellas. Algunos de los acusados y sus cómplices, tras su detención,
escaparon de la cárcel y no han sido recapturados. Tampoco lo han sido los
policías que permitieron la fuga.
Seis semanas más tarde, el 7 de diciembre pasado, fue
asesinado Gustavo Alfredo Landaverde Hernández, de 71 años, asesor de la
Secretaría de Seguridad (que ahora dirige Pompeyo Bonilla). Murió acribillado
48 horas después que admitió frente a las cámaras de televisión que tenía los
nombres de altos jefes policiales involucrados en corrupción. Dijo que el
director y otros jefes policiales sabían a quiénes se refería. Nadie ha sido
capturado por su asesinato. Castellanos y la viuda de Landaverde, Hilda
Caldera, emprendieron una cruzada para depurar la policía y, como resultado,
toda la cúpula policial fue removida en octubre pasado.
Desde septiembre, el presidente Lobo había destituido al
ministro de Seguridad, Óscar Álvarez, quien, presuntamente días antes, había
anunciado que denunciaría a 20 oficiales policiacos vinculados al narcotráfico.
No mucho después, las acusaciones contra la policía continuaron, y hasta
Álvarez también arrastró sindicaciones de violaciones de derechos humanos
contra reclusos durante su gestión. T. dice que “el valor de la lucha de
Castellanos radica en que vence el miedo a la impunidad”, más que en los
resultados que haya logrado contra la corrupción en la policía.
El 11 de marzo, un noticiero del Canal 10 publicó los
resultados de una encuesta que revelaba que el 88.8 por ciento de los
hondureños cree que el gobierno ha fallado en seguridad. La Conadeh recibe
denuncias que señalan a la policía como la institución estatal que más abusa
los derechos humanos en Honduras. Los casos ocurren en todo el país, no sólo
ocurren en las zonas donde hay mayor actividad pandillera (como Tegucigalpa, la
capital, o San Pedro Sula, la capital económica), o donde más opera el
narcotráfico (en la frontera con Guatemala y en la costa del Atlántico).
“No podemos hablar de una política de Estado (en ese
sentido) si tenemos una policía corrupta”, afirma Custodio. “Esa es una factura
del poder Ejecutivo, que incumple sus obligaciones de garantizar la seguridad
de la población”.
Pidiendo imposibles
El reducido número de policías es sólo una de las batallas
que se libra adentro y afuera de la institución policial, según el subcomisario
Carlos Aguilera Cadenas, subjefe departamental de Atlántida, con sede en el
pueblo costeño de La Ceiba, frente a las islas de Roatán y Utila. Aguilera
reconoce que hay corrupción interna, pero también sostiene que algunos jefes de
gobiernos municipales consideran erróneamente que la seguridad es un problema
sólo de la policía, cuando también incide un bajo nivel de escolaridad y el
difícil acceso a empleos bien remunerados.
“Los altos niveles de desempleo generan inestabilidad
social, y debido la inmigración a Estados Unidos, hay cualquier cantidad de hogares
desintegrados, donde los muchachos son fácil presa de las pandillas o maras”,
afirma el subjefe policial. Aguilera afirma que “el producto policial” en
Honduras sale de este ambiente. “Lo extraemos de una sociedad que ha perdido
los valores, con una oferta salarial que no nos permite contratar personas con
un nivel de mayor desarrollo intelectual”, agrega.
Honduras es, junto a su vecina Nicaragua, uno de los dos
países más pobres del continente, con niveles de pobreza arriba del 70 por
ciento; Guatemala tiene entre 51 y 56 por ciento.
De hecho, Aguilera –una de las pocas fuentes que aceptó ser
citada y grabada- dice que “la policía no está diseñada para responder a las
exigencias que la criminalidad presenta”. Para empezar, el subcomisario
sostiene que la relación policía-habitante es demasiado dispareja. Por ejemplo,
en Atlántida, descrito como el departamento más violento de Honduras (y del
planeta), hay sólo un policía por cada 1,600 habitantes; eso sin contar los
turnos y la subutilización de la policía.
“Nosotros somos una policía multiusos. Es decir, si hay que
trasladar reos, los traslada la policía; si hay que trasladar una persona con
problemas mentales, los traslada la policía, porque los traen a la policía”,
señaló el subjefe policial. “Cumplimos demasiadas funciones y los recursos se
minimizan rápidamente. Estos factores influyen en que la respuesta al ciudadano
no sea la adecuada”.
Pero las condiciones de trabajo tampoco son las mejores. Los
turnos policiales, por ejemplo, duran 36 horas. “Empiezan a las siete de la
mañana y terminan a las cuatro de la tarde del día siguiente, sólo con pequeños
descansos durante la noche”, explicó Aguilera. Cuando terminan el turno de 36
horas, deben presentarse al día siguiente otra vez a las siete de la mañana.
“Los fines de semana, la jornada es duplicada porque [los policías de turno]
entran el viernes a las siete de la mañana y salen el lunes a las cuatro de la
tarde”, agregó la fuente. Aún en estas condiciones, los policías apenas ganan
el salario mínimo.
“El sueldo de un policía del más bajo rango anda por los 6
mil lempiras (unos Q2,600), pero este policía no es de la zona”, dijo Aguilera.
“Viene del interior a donde tiene que viajar cada 15 días y pagar su propia
comida, habitación, muchas veces hasta su propia munición, incluso en La Ceiba.
Al final, de ese salario no le queda mucho. Entonces, eso produce corrupción.
Toda esa combinación de factores hace que ser policía sea muy difícil”. En
Guatemala, un policía gana Q4,000 mensuales.
La situación en ciudades más grandes, como Tegucigalpa y San
Pedro Sula, no es mejor. Aguilera dice que ahí hay más concentración de
recursos, pero no los suficientes. Hace año y medio, este subjefe de la policía
en Atlántida estuvo asignado ocho años en la capital hondureña, donde era el
jefe de la unidad de helicópteros de la policía, de la cual también era piloto.
Para 2010, el presupuesto nacional había incrementado en un
8.9 por ciento (en relación con el año anterior). Se incrementaron los
policías, aunque la criminalidad si aumentó en un 24.8 por ciento, según la
asociación Libertad y Democracia.
En 2011, el 4 por ciento del presupuesto se destinó a
seguridad, otro 4 a la Secretaría de Defensa, un 29 por ciento a Educación y el
13 por ciento, a Salud. Pero T., el periodista independiente, asegura que el
problema no es sólo la falta de recursos. “El presupuesto ha tenido un mayor
crecimiento en los últimos años, aún con Zelaya, pero creció paralelamente a la
corrupción y a la violencia”, asevera. Esto aunque Honduras recauda a penas el
15 por ciento de lo que produce; uno de los más bajos del continente. Pero el
presupuesto también se manejó en medio de una errática administración pública.
En octubre de 2008, un miembro del equipo de comunicación de la Secretaría de
Finanzas de Honduras, dijo que ese año Zelaya anunció el aumento de sueldo para
los empleados públicos sin consultarle antes a la ministra de Finanzas, Rebeca
Santos, si el Estado podía cubrir el incremento. Santos tuvo que sentarse para
asimilar la noticia. El anuncio no tenía marcha atrás.
Custodio coincide con el discurso de T. “Eso no tiene nada
que ver con (falta de) fondos financieros; tiene que ver con otros fondos,
fondos oscuros, gente sin conciencia, nacida para ser corrupta”, responde Custodio.
“La tolerancia o aquiescencia desde el Estado es una complicidad disimulada”.
El 86.8 por ciento de los hondureños piensa que la corrupción aumentó en los
últimos diez años, según una encuesta del Consejo Nacional Anticorrupción. La
responsabilidad del sector privado o de los financistas de campaña en la
corrupción pública todavía no es un tema que se debata en la opinión pública.
Síntoma uno: policía surte de armas a cárteles
Informes oficiales citados por El Heraldo en 2011 dan cuenta
del robo de otros 100 fusiles. Este último fue denunciado como el primer robo
masivo de armas del grupo élite Comando de Operaciones Especiales Cobra en
2007. Esa investigación no progresó. Además, el diario cita otro caso de 186
armas de diverso calibre ocurrido aproximadamente en agosto de 2011. La
publicación menciona que, según informes de contrainteligencia, el entonces
director de la policía, José Luis Muñoz Licona, no denunció estos hechos. Dos
meses después, en octubre, fue dado de baja. Enviado a su casa sin expediente
judicial.
La investigación indica que las armas posiblemente fueron
sustraídas de las bodegas policiales en vehículos de la policía, y luego
transferidas a compartimientos secretos en automóviles particulares. El texto
indica que el destino de las armas era Guatemala, donde presuntamente fueron
compradas por los Zetas. Las armas eran ingresadas por Santa Bárbara (frontera
con Izabal, Guatemala), donde el trasiego de cantidades menores de armas
cortas, fusiles de asalto y municiones, fue frustrado en dos ocasiones. Pero el
caso no generó capturas de policías.
Luego de la denuncia del robo de armas, las autoridades
estatales más bien se quejan de falta de armas en la lucha contra el crimen
organizado, aun cuando las armas robadas –compradas con fondos
estatales-pararon presuntamente en manos de los Zetas.
El 11 de marzo pasado, como si el robo de armas
gubernamentales hubiera sido en otro país, el ministro de la Defensa, Marlon
Pascua, presentaba una queja. “Se necesita más recursos para darles (a las
fuerzas armadas) más y mejores armas”, dijo Pascua a la prensa local. “El
crimen organizado tiene armas que sólo usan fuerzas especiales de Estados
Unidos. La fuerza hondureña tiene armas de los años 80, y de segunda”.
El ex policía esperaba que los esfuerzos anticorrupción de
2011 sacarían a flote el caso que investigó (y del que fue removido), así como
viejos casos de enriquecimiento ilícito dentro de la policía. Esperó en vano.
El plan de reforma de la Policía no empezó con buen pie. El
asesinato de Landaverde en diciembre –el asesor de Seguridad muerto dos días
después de anunciar que denunciaría a policías narcotraficantes–generó dudas
sobre la capacidad de esa comisión. De acuerdo con el ex jefe policial, los
esfuerzos contra la corrupción no avanzarán si no los dirige un policía de
carrera. “Si no es policía, no tendrá la capacidad de infiltración para frenar
la corrupción, porque no conoce la institución por dentro”, afirma el ex
policía. “Podrá hacer evaluar la formación policial, pero no podrá avanzar en
otras áreas”.
Justo diez días antes de la entrevista con esta fuente,
renunció Óscar Arita, de la Dirección de Investigación y Evaluación de la
Carrera Policial (DIECP), presuntamente por motivos personales. Sólo tenía 90
días en el cargo. Su renuncia ocurrió un día después que el Congreso de
Honduras fijó un plazo de 72 horas para integrar la Comisión de Reforma de la
Seguridad Pública. Esta comisión colaboraría con la DIECP en la depuración de
la Policía Nacional.
Síntoma dos: cárceles asesinas
Entre los antecedentes importantes figuraba que la cárcel
estaba sobrepoblada. Albergaba a casi 852 reos (el 60 por ciento en prisión
preventiva) cuando su capacidad era para 400. Además, según un ex funcionario
del sistema de centros penales, esa y otras cárceles los custodios tienen una
precaria capacitación. Estos, en el caso de Comayagua, fueron señalados por sus
superiores de no abrir las celdas pese a que la vida de los internos corría
peligro. Esto a pesar de que los mismos superiores se los habían prohibido,
según El Faro.
El ex sindicalista zelayista asegura que se halló al menos
un cadáver baleado, y que el incendio fue provocado para eliminar a varios
reos, incluidos varios narcotraficantes. Incluso citó reportes de prensa que
indicaban que uno de los reos denunció haber visto “bombas molotov” volar por
los aires, sobre la cárcel. Otros reportes radiales citaban a un familiar de
uno de los reos muertos y que aseguraba que el cadáver tenía orificios de bala.
El ex jefe policial asegura que, según una versión con poca resonancia, dos
reos habían pagado US$10 mil por fugarse, pero “el plan se les salió de las
manos”. No recibió información que los reos fueron baleados, como sí ocurrió
hace años en el incendio de una cárcel en La Ceiba.
El comisionado Custodio dice que no tiene por qué dudar de
los informes científicos y que, hasta donde sabe, los únicos balazos salieron
de las armas de los guardas que dispararon al aire. Asegura que no consta en
informe alguno que los balazos hirieron o mataron accidentalmente a los
internos.
El informe del Wilson Center de 2011, citaba que para
entonces la situación de las cárceles era precaria, con sobrepoblación.
Mientras tanto, un ex jefe policial (retirado en 2008), afirma que las
condiciones de las prisiones facilitaban la corrupción. “En la cárcel de
Támara, los presos tenían el control interno de las cárceles, y el presupuesto
de alimentación diaria por reo era sólo de 13 lempiras (Q5)”, afirma el ex
policía. Eso, en un país donde una botella de medio litro de agua cuesta 20
lempiras. Estas condiciones se prestan, según el ex jefe policial, para toda
clase de negocios ilícitos adentro, donde “cobraban por todo”. En 1998, los
centros penales estaban bajo el control de la Policía Nacional, y al menos en
Támara se revirtió el control de movimiento que tenían los reos. La fuente
agrega que el 15 de enero de 1999, las cárceles pasaron a control del
Ministerio de Seguridad, y las jefaturas, a funcionarios políticos con poca
experiencia en el manejo de poblaciones carcelarias. La entrevista de Plaza
Pública con un guatemalteco que estuvo recientemente en la cárcel de Támara
contradice al expolicía: todavía es un territorio liberado, en control del
crimen organizado.
Tres semanas después de la medida en 1999, se fugó el
poderoso narcotraficante del Cartel del Atlántico (de Honduras) Juan Ramón
Hernández Menjívar, presuntamente –según la versión de la fuente- después de
pagar US$5 millones. El sujeto huyó a Guatemala, donde apareció asesinado en
octubre de 1999. La policía reveló que la muerte de Hernández Menjívar (quien
contaba con el respaldo de un coronel hondureño ya capturado en 1999) ocurrió
para poner en manos de otro jefe dentro de la estructura la ruta de cocaína por
Honduras.
Síntoma tres: las extorsiones
Un número considerable de comercios no ha esperado la
instalación de cámaras y ha contratado empresas de seguridad, principalmente
administradas u operadas por ex policías y ex militares, como sucede en
Guatemala y El Salvador. Uno de estos administradores dijo que en 2011
consiguieron entregar a la policía a una banda de cuatro nicaragüenses
dedicados a romper vidrios de los vehículos en los estacionamientos de
restaurantes de comida rápida.
En otro caso, tuvieron ayuda de la policía para desmantelar
una banda de seis extorsionistas hondureños (que no eran pandilleros), que
operaba desde El Progreso, y se había apoderado de la base de datos de números
telefónicos celulares de una empresa, quizá por medio de un contacto de la
empresa de telefonía, según un investigador privado. “Por los problemas con la
policía en los últimos tres años, muchos se aprovecharon para extorsionar”,
asegura. Eso incluye especialmente a los pandilleros.
Julio, un taxista con al menos una década de recorrer las
calles de la capital con ese oficio, cuenta que cada semana cada taxista debe
entregarle 200 lempiras a la Mara Salvatrucha y otros 200 al Barrio 18. En un
mes, cada taxista paga por “derecho de paso” al menos L. 600 lempiras (unos
Q700).
¿Pero cómo sabe que se trata de ellos? “Mire, ellos no se
andan presentando”, dijo Julio. “Mandan a los cipotes (patojos) de 10 ó 12 años
a cobrar, pero uno ya sabe quiénes son”. La ley antimaras establece que si uno
de estos jóvenes es detenido con fuertes cantidades de dinero, cuyo origen
legal no pueda comprobar, podría pasar hasta siete años en la cárcel. “Por eso
a veces mandan a cobrar a una cipota embarazada, porque a las embarazadas no
las revisa la policía, y ya sabe uno que tampoco cuenta con la policía”. Y no
hay escapatoria. Los taxistas que intentan evadir el cobro, y se trasladan a
trabajar en otro sector de la capital, son asesinados.
El 13 de marzo pasado, la prensa reportó el asesinato de un
taxista en Comayagüela, una de las zonas más violentas de Tegucigalpa. A unos
pasos, un amigo del conductor falleció de un infarto, después de presenciar el
ataque. El pasado 24 de abril, fue acribillado también en la capital Noel
Valladares Escoto, de 28 años, presentador de un programa televisivo de
entretenimiento. La policía indicó que la víctima estaba bajo amenaza de las
pandillas, quienes lo extorsionaban y exigían L. 100 mil lempiras a cambio de
no matarlo. En el ataque, también murió un tío del presentador, su
guardaespaldas y resultó herida su esposa. Valladares era famoso porque daba
números de la suerte de boletos de lotería en su programa. O en palabras del
corresponsal de AP en Honduras, Alberto Arce, era un presentador que cobraba a
la gente por adivinar el número de la lotería. El asesinato, como muchos, fue
llevado a cabo por sicarios.
Síntoma cuatro: asesinatos de periodistas
En febrero de 2011, la periodista de televisión Saira
Almendares murió baleada en San Pedro Sula. El caso más reciente, la víctima
19, fue Fausto Valle Hernández (54), conductor del programa La Voz de la
Noticia de radio Alegre de Sabá, Colón. El 11 de marzo pasado, Valle conducía
su bicicleta cerca de su residencia, cuando fue atacado por un hombre que le
propinó 18 machetazos. El asesino huyó sin robarle nada. Tres días después,
según reportes de prensa, la policía no había hecho un informe del caso.
Para finales de 2010, el presidente Lobo insistió que las
muertes de los periodistas no estaban relacionadas con su trabajo. Su opinión
no es popular en ese gremio. T. y otros periodistas (que prefieren no ser
identificados) afirman que la evidencia apunta a que una minoría de los casos
está relacionada con el ejercicio profesional de las víctimas. “La mayoría
están ligados a diversas formas de corrupción, y pudieron ser asesinados en
esas circunstancias, donde el vínculo común es la impunidad”, señala T.
El problema es que la verdad sobre los móviles de estos
crímenes permanece en un misterio, porque la policía y el MP no divulgan los
resultados de las investigaciones. Entonces, el efecto es doblemente nocivo.
“La muerte de un periodista –por las razones que sea- tiene un fuerte impacto
en la sociedad. La gente concluye que si no se hace justicia cuando matan a
alguien de alto perfil, menos se hará con cualquier ciudadano”. Sin
periodistas, se reduce el acceso a la información de la ciudadanía.
Más allá del caso de los periodistas asesinados, el
mandatario ha tenido una relación conflictiva con la prensa por el contraste
entre sus promesas de campaña y sus acciones en el gobierno. Según Custodio, a
Lobo le choca que Honduras ocupe titulares de prensa internacionales por la
violencia. “Al presidente de la República le molesta la libertad de expresión,
pero yo prefiero que se sepa que San Pedro Sula (donde la mitad de los crímenes
son cometidos por menores de edad) le quitó el primer lugar a Ciudad Juárez
(en México) como la ciudad más violenta
del mundo, y que han muerto 49 mil hondureños en los últimos 10 a 11 años, sin
conflicto armado interno”, señala el comisionado. “(Lobo) dice que eso va a
evitar que vengan los inversionistas, pero eso es un razonamiento infantil,
para aplacar el espíritu de crítica”.
Diversas organizaciones internacionales de prensa catalogan
a Honduras como el país más peligroso para periodistas, después de México, en
Latinoamérica. En el mundo, ambos países sólo son superados por Irak y
Afganistán.
(Ésta es la primera de dos entregas de este reportaje de
Plaza Pública sobre Honduras. Mañana, la vida difícil en la Costa del Caribe y
en el lejano este, en Olancho)
Por: Julie López





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