Comenzaba yo la universidad cuando aquel importante libro
llegó a mis manos. Lo había recibido en trueque por otro que le entregué a mi
primo.
Mi nueva adquisición narraba la historia de Myrna y Helen
Mack: la ejecución por el ejército de una valerosa mujer, sonriente y menuda,
que como luciérnaga de su época sacó a luz la oculta situación de las
comunidades que huyeron desplazadas por las masacres y que por una u otra razón
se vieron obligadas a volver. La historia
de su injusto final, de la cruel manera de silenciarla y de la lucha de su
hermana por la justicia sobre el crimen, me marcaría fuertemente la vida y la
manera de ver e interpretar este país.
La paz se firmaría por aquella época y yo comenzaría a
desmontar con mayor claridad –más vale tarde que nunca– aquello de lo que en
detalle se trataban las paranoias y las leyendas urbanas de la gente adulta que
me rodeaba: shhh…bajá la voz, que hasta las paredes oyen; cuidadito, no se sabe
nunca con quién realmente estás hablando; no hay qué confiar pero ni en el
vecino; aunque un soldado sea “un hijo,
un amigo, un hermano” hay que pelarle
falsamente los dientes en los retenes para evitarte clavos; te digo que los
kaibiles comen carne cruda…
Conocí por entonces a Otto René Castillo, Roberto Obregón,
Alaíde Foppa, Luis de Lión y a toda una banda de seres verdaderamente mágicos,
gracias a quienes entendí a lo que se refiere la imprescindible Ana María Rodas
cuando dice que estamos hechos, sobre todo, de palabras. No sé qué habría sido de esos soporíferos
años de clases universitarias sin la poesía;
sin ese boleto sin retorno a tantos estremecedores viajes; sin esa
potente sustancia que me introduje como droga intravenosa, y que fue mi adorada
cómplice en aquella época de justo y necesario espabilamiento.
“Gracias a los soldados y no a los poetas podemos hablar en
público”, leo en una pancarta, en la foto de la manifestación pro-militar del
pasado domingo. Lo leo justo el día en
que se cumplen 22 años de la ejecución de Myrna. A qué se refieran esos viejitos dinosaurios y
su descendencia, es un tremendo misterio.
Aparte del terror que todos sabemos que cuando eran poderosos sembraron
en los seres de la palabra hablada y escrita, nunca he escuchado a un militar
guatemalteco articular, con propiedad y coherencia, un solo discurso en
público. Por eso dudo que sepan de lo
que hablan. Está visto que eso de la
palabra no es algo que se les dé tan fácilmente en general, como para que,
particularmente, vengan a jactarse de que hay que darles las gracias por la
posibilidad de hablar en público. Es
más, de que haya que darles las gracias por algo.
Pienso con gratitud y sin necesidad de pancartas, más bien,
en una Myrna que continúa brillando, y en esa legión de seres que como ella
llevaron la palabra hasta sus últimas consecuencias. Que la vivieron y la
respiraron. Que pelearon por
democratizarla. Gracias a ellos y no a
otros, la posibilidad de estas letras.
Por: Mónica Mazariegos
Fuente: PlazaPública
Foto: Moisés Castillo ElPeriodico