En términos actuales, las estadísticas que maneja la
Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA), indican que el 4% de la
población mundial practicaría activamente fútbol.
Este porcentaje solo considera a los inscritos en alguna
federación amateur o profesional (incluidos árbitros). Estamos hablando entonces de más de 270
millones de personas activas en este deporte, la 17ª economía mundial con un
PIB de 500 mil millones de dólares, lo que representa casi 20 veces el PIB de
Guatemala, y para tener otra idea contundente de lo que representa el fútbol,
solo 25 países del mundo producen anualmente un PIB mayor al que genera el
fútbol.
La FIFA es la organización mundial con más asociaciones
nacionales adheridas, superando a Naciones Unidas quien logra congregar a 192
naciones, mientras que FIFA a 207, 60 de ellas asociadas en los últimos 30
años. Sin embargo, lo que motiva estos comentarios, es la visión del fútbol no
sólo como un fenómeno social, sino también por la función social que representa
como forjadora de identidad, como una construcción social de la realidad, como
elemento intersubjetivo de una comunidad que ancla su estilo de vida, su modo de
ser, su región, su barrio, a colores, banderas, nombres, apodos, pero por sobre
todo, a un club, una institución, un equipo de fútbol.
El surgimiento de la mayoría de los llamados “clásicos del
futbol”, se debe a que esta función social se ha instrumentalizado al servicio
de causas que en principio fueron ajenas al fútbol, pero con las cuales los
equipos han acabado sufriendo un proceso de simbiosis. En Escocia, los dos
principales conjuntos, el católico Celtic y los protestantes del Rangers,
rivalizan desde sus diferencias religiosas. En Argentina, los “millonarios” del
River Plate y los proletarios del Boca Juniors protagonizan en perspectiva
marxista uno de los duelos más apasionantes del fútbol mundial. No son más que
ejemplos de la dimensión social y política de un espectáculo que encierra
rivalidades atávicas que se renuevan en cada enfrentamiento.
En España los dos principales clubes, F.C. Barcelona y Real
Madrid, escenifican una rivalidad que va más allá de la típica pugna entre la
capital del país y su alternativa económica.
Desde su fundación, el F.C. Barcelona ha querido encarnar la
identidad catalana convirtiéndose en “el ejército sin armas de una nación sin
Estado”. En Cataluña, todo nacionalista
ha sido y es seguidor del F.C. Barcelona y en esta identificación toma sentido
aquello de que el Barcelona es más que un club. En ese contexto y durante las
décadas de los cuarenta a los sesenta y mitad de los setenta, la rivalidad local que antes se mantenía con
el F.C. Español de Barcelona se fue haciendo pequeña para concentrarse solo en
el Madrid. Tras una primera etapa represiva, Franco pensó que era razonable
hacer la vista gorda con ciertas expresiones de júbilo catalanista siempre que
estas se circunscribiesen a los estadios de fútbol.
Al fin y al cabo, el Real Madrid se había convertido en el
mejor embajador de España y cierta rivalidad interna no hacía más que mejorar
sus prestaciones. Con el tiempo, los estadios se convirtieron en espacios de
inesperada libertad, donde los seguidores cantaban en su idioma natal y
exhibían sus símbolos sin temor, amparados en el anonimato de la masa.
El acceso al poder de las izquierdas en España ha coincidido
con las buenas épocas del Barcelona, y el poder para las derechas coincide con
los éxitos del Madrid. Al fin y al cabo parece casualidad, lo que habría que
buscar es la causalidad de que en nuestro medio se viva este clásico como que
en él se fijara nuestra identidad o se construyera socialmente nuestra
realidad, ¡vaya papel el de la globalización y el mercadeo!.
Por: Bernardo López